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Opinión

La moral después del desborde

10/12/2025
Por: Luis Miguel Ramírez Aristeguieta. Profesor de la Facultad de Odontología de la UdeA*

«Quizá el imperativo de hoy no consista en repetir principios universales, sino en reconocer que lo universal tiene límites poblacionales. Kant formuló su ética en un mundo con una población trece veces menor. Pretender que la misma estructura moral opere en una humanidad multiplicada sin revisar sus bases materiales es un acto de ingenuidad ilustrada. El imperativo ya no es moralizar al individuo sino educar a la especie: sin una pedagogía del límite, toda universalidad se vuelve apariencia. La RBU puede aliviar, no transformar. Es un puente entre dos mundos. Sin una educación profunda sobre consumo y responsabilidad, terminará siendo un parche más».

El mundo ya desbordó los límites que su ética heredada suponía estables: población creciente, empleos menguantes, demandas infinitas sobre recursos finitos. En este escenario saturado reaparece Kant, no como una salida, sino como la prueba de que una moral pensada para un planeta pequeño ya no alcanza para explicar el presente.

El planeta avanza entre incertidumbres alimentadas por liderazgos frágiles y tensiones crecientes. Sin una guía ética estable, el imperativo categórico de Kant —proponer principios aplicables a todos— aparece desajustado frente al trabajo actual y, aun así, presentado como si pudiera corregirlo.

La presión demográfica rompió la vieja relación entre necesidad y empleo. Ya no hay fábricas donde el simple acto de llegar abría una puerta; ahora el trabajo se busca en plataformas saturadas, filtrado por especializaciones que fragmentan el saber y reducen sus posibilidades reales.

La hiperespecialización genera una paradoja: sobran perfiles, faltan espacios. El conocimiento se dispersa y se vuelve un fin cerrado que deja fuera a miles de jóvenes, no por falta de talento sino por obstáculos
materiales.

En este escenario la universalización kantiana se vuelve impracticable sin una educación demográfica previa. La ética necesita condiciones materiales: cuando la población supera la capacidad del sistema, el imperativo categórico queda reducido a una teoría que no logra abarcar a todos. Allí se exhibe su límite histórico: su sujeto racional choca con un mundo gobernado por utilidad e inmediatez.

Kant pensó su ética en un planeta de unos 700 millones de personas. Con ocho mil millones, ese sujeto autónomo se diluye en una humanidad vasta, fragmentada y administrada por algoritmos. El deber moral se vuelve una tarea funcional: encajar en el sistema antes que obedecer una ley interior. Así el imperativo se mezcla con la lógica económica: el «deber» se rebaja a «productividad»y la autonomía se repliega.

El lado oscuro del imperativo se oculta en su aparente neutralidad. En nombre de la razón propone un modelo que excluye a viejos, pobres e improductivos, y transforma el deber moral en un filtro de utilidad. Nietzsche advirtió esta domesticación; Schopenhauer insistió en que la voluntad supera a la razón; Foucault mostró que toda moral universal actúa como un dispositivo de poder.

Ante este panorama, el imperativo tendría que volverse compasivo y material. La moral solo puede ser universal si garantiza primero la existencia. La Renta Básica Universal podría sostener la idea de que cada vida es un fin en sí mismo, aunque sin una transformación colectiva podría quedar en un terreno movedizo: ingreso sin sentido, apoyo sin propósitos.

El punto crítico es financiero: cómo sostenerla sin inflación ni desincentivos. Sus defensores recuerdan que excluir cuesta más que incluir y que ciertas experiencias muestran que, al recibir un ingreso estable, las personas reorganizan su tiempo y se apartan de trabajos que las desgastan. También funcionaría como amortiguador frente a la automatización, aunque exige reformas que toquen el capital especulativo.

La renta promete una ética de la suficiencia, pero requiere una economía responsable. Surge una paradoja humana: incluso con necesidades cubiertas persiste el deseo de distinción. La experiencia cubana ilustra cómo la redistribución total puede producir igualdad por lo bajo y a la vez crear burocracias que administran privilegios —por lo alto— . El problema es ético: cualquier sistema puede ser torcido por quienes lo manejan.

La solución no pasa solo por redistribuir recursos: exige reeducar el deseo de reproducción. La riqueza consiste en necesitar menos. Sin una justicia íntima, toda justicia distributiva queda incompleta. Educar demográficamente no es enseñar métodos anticonceptivos: es formar conciencia sobre límites ambientales y equilibrio entre población y dignidad. La demografía es una pedagogía del límite.

Para que esta educación funcione, debe unir escuela, comunidad y política pública. Requiere reconocer que muchos modelos económicos necesitan crecimiento poblacional permanente: más mano de obra, más consumidores, más cotizantes. Allí surge la tensión entre sostenibilidad demográfica y exigencias del capital. Educar en demografía implica revisar ese sueño de crecimiento infinito en un planeta finito.

En lo comunitario, la tarea es crear corresponsabilidad intergeneracional. No se trata solo de enseñar a no tener hijos, sino de decidir cuántos en función del bienestar colectivo. Las políticas públicas deberían reconocer a quienes optan por no reproducirse y trabajar con incentivos educativos, no coercitivos. La demografía es crecimiento cultural, ético y ecológico —umbral de recursos y capacidad de carga—.

La ecuación es simple: educar o desvanecerse. El verdadero imperativo es la pedagogía del límite. Antes de controlar la demografía hay que educar en civilidad: criterio, empatía y conciencia del límite. Una sociedad que no asume sus límites termina atrapada en su propio exceso; si necesita crecer sin medida para sostenerse, entonces el problema no es la gente, es el sistema.

El obstáculo es que la educación no llega a quienes más la necesitan. Las universidades se vuelven torres de Babel, los colegios entrenan obediencia y los medios entretienen para distraer. Hace falta un tipo de educación que transforme sin excluir: cercana al lenguaje simbólico, emocional y popular. Si una marca puede vender ternura, también podría invertirse el sentido de ese poder.Educar con afecto, no con miedo: mostrar la belleza de una familia que decide no tener hijos; dar valor a quienes eligen vivir con menos.

Nada de esto sucede hoy. Los gobiernos, atrapados en el teatro electoral, prefieren prometer antes que educar. El optimismo vende más que la verdad, y la demagogia termina reemplazando a la pedagogía. Educar en demografía es enseñar el límite como forma de cuidado: cuidar la vida que ya existe, cuidar recursos que se agotan. Solo una educación que despierte esta conciencia puede preparar una transición hacia una sociedad equilibrada.

Quizá el imperativo de hoy no consista en repetir principios universales, sino en reconocer que lo universal tiene límites poblacionales. Kant formuló su ética en un mundo con una población trece veces menor. Pretender que la misma estructura moral opere en una humanidad multiplicada sin revisar sus bases materiales es un acto de ingenuidad ilustrada. El imperativo ya no es moralizar al individuo sino educar a la especie: sin una pedagogía del límite, toda universalidad se vuelve apariencia. La RBU puede aliviar, no transformar. Es un puente entre dos mundos. Sin una educación profunda sobre consumo y responsabilidad, terminará siendo un parche más.

La revolución será educativa y simbólica: transformar el deseo. Aprender a reproducir menos y competir menos. Reemplazar la idea de progreso infinito por armonía suficiente. Ya muchos jóvenes lo están haciendo; falta el resto. Cada segundo nace más de cuatro niños, sobre todo en regiones pobres y sin educación, mientras las grandes ciudades se detienen.

A veces basta mirar con calma para entender que no somos tan complejos como creemos. Somos una especie que repite ciclos y llama «progreso» a sus tropiezos. Si no aprendemos a contenernos, seguiremos aturdidos por nuestras propias fórmulas. La civilización avanza como quien camina en un pasillo estrecho cargando demasiado. Solo podrá seguir si suelta algo. Si no lo hace, la retórica ocupará el lugar de la razón, y el imperativo categórico quedará como un relicario vacío. La verdadera ética comenzará cuando aceptamos que no podemos crecer sin medida. Todo lo demás es ruido culto.

No hay ética posible sin demografía consciente ni justicia sin educación sensible. Tal vez aún estemos a tiempo de construir una civilización que, en lugar de expandirse hasta romperse, aprenda a contenerse. Pero para lograrlo hay que admitir algo incómodo: muchas veces el imperativo categórico funciona como un repertorio de palabrejas solemnes diseñadas para impresionar auditorios poco ilustrados más que como un principio capaz de orientar la vida real. El reto no es repetirlo: es crear las condiciones que algún día lo harían verdadero.

• * Investigador en ciencias de la salud y observador de asuntos globales

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