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Opinión

Petro «El inolvidable» … el pueblo soy yo

29/10/2025
Por: Luis Miguel Ramírez Aristeguieta. Profesor de la Facultad de Odontología de la UdeA*

«En su empeño por redimirnos de las élites oligarcas blanquitas,terminó actuando como uno de ellos. En su obsesión por no ser olvidado, logró lo contrario. Ahí está el núcleo del populismo contemporáneo: el líder que confunde su figura con la voluntad de millones y convierte la legitimidad electoral en devoción perpetua. Cuando sostiene que oponerse, censurarlo o amordazarlo es hacérselo a los millones que lo eligieron, incurre en la falacia de representación total: creer que el voto otorga un mandato absoluto y eterno. Abrogarse solo a los que lo votaron es una forma torpe de gobernar el país completo que no se reduce solo a su electorado. De ahí surge el populismo plebiscitario, ese vínculo imaginario y emocional con el pueblo que coloca al líder por encima de las instituciones».

«Nada hay más peligroso que un hombre convencido de su propia luz». 
Adaptación de Milan Kundera

Hay hombres que confunden gobernar con pontificar. Hablan, improvisan y cada palabra es un espejo donde se contemplan con fascinación. Nuestro presidente, con su lapicito como varita mágica, dicta y sentencia más que dialoga. En toda entrevista corrige al interlocutor con un aire mesiánico que desconcierta más de lo que convence.

En entrevista con Coronell, agitaba el lápiz nerviosamente, interrumpía al periodista y perdía el hilo, como si hablara con su propio reflejo. Su lenguaje corporal era tenso: el gesto, un látigo simbólico. No escuchaba: interrumpía. El instrumento de escritura —su pequeña espada de Bolívar…como si este no hubiese querido ser dictador— no simboliza pensamiento, sino amenaza.También el dedo que reprende y ese tono de maestro que sermonea al aula.

Hay gestos antidiplomáticos que delatan más que los discursos. Sentado como un sibarita cansado, gestualiza su incomodidad por los cuestionamientos. Al periodista lo llama «hermano», pero no por cercanía sino por displicencia, como insultando. Entre palabrejas vernaculares, traza su mapa de cortesía: un continente donde la grosería —«brutos», «estúpidos», «pendejos»—, se disfraza de franqueza popular. La escena es penosa: un presidente que usa el maltrato verbal como autenticidad.

Apuntar su lápiz —o lo que tenga en la mano— como daga hacia el interlocutor es hostil, como también pavonearse en su erudición. A ratos parece desconectado de toda lógica, perdido en su teatralidad. Habla de dioses, ríos aéreos, física cuántica o fisiología femenina con la misma ligereza. Un sabelotodo que confunde erudición con verborrea: un océano de conocimiento con un milímetro de profundidad.

Llama «fea» a Catalina la Grande, reduciendo a una de las soberanas más brillantes de Europa a un chisme de bar. Catalina modernizó un imperio; él
parece empeñado en convertir a Colombia en una tragicomedia tropical. Elogió y reprochó a Miranda, aquel dandi caraqueño de vida intensa y bravura erótica, que según Petro también se atrevió con la «fea». Acabó encerrado, con sus recuerdos de bribón y su baúl de trofeos sexuales, en una mazmorra. Miranda no merece elogio alguno, salvo quizá el de haber sido bien parecido, pese al intento de ennoblecer a un personaje más romántico y aventurero que heroico con título de prócer.

Detrás del discurso redentor late un hombre indescifrable: un pasado sin resolver, una biografía convertida en mito y una necesidad constante de justificarse. No gobierna: se interpreta. Protagoniza su propia saga —promovida desde la presidencia—, entre la teatralidad y la eterna sospecha al complot, convencido de que todos conspiran contra él.

En excentricidad y bufonería no difiere de sus pares: Milei grita con motosierra, Bukele presume cárceles, Ortega comparte el poder con su hidra y Maduro fabrica una religión chabacana. El nuestro, en cambio, se cree poeta del poder, mártir del sistema, Aureliano de sí mismo. Pero su mayor rareza es la furia impotente con que intenta corregir a Trump, metiendo al país en problemas.

El problema no es su ego, sino el país que se volvió su espejo. Gobernar exige diálogo, pero él solo escucha su eco. Todo gira en torno a su palabra: ministros reemplazables, aliados humillados, técnicos ignorados. Su gabinete es un coro obediente más que un equipo crítico. Disentir es pecado: toda diferencia se vive como traición. No dirige un gobierno, administra una fe. Es la teología del yo: ¡se hace lo que digo o se va!

Cuando un líder deja de representar y empieza a encarnar «la verdad», la democracia se vuelve teatro. La crítica se toma por ataque y de autocrítica ni
hablar. Así, el poder pierde legitimidad no por conspiración de sus enemigos ni por traición amiga, sino por exceso de sí mismo. Hoy Petro no administra el poder: lo predica. En su púlpito, cada cuestionamiento es ofensa, cada periodista un pecador o nazi que debe callar.

El poder no como servicio sino como espejo deformante. Su tragedia —porque toda farsa trae una— es que ya nadie lo escucha. Habla, se contradice, se reprende, se ríe de sí mismo. A ratos su voz se quiebra en un amago de llanto: un hombre que parece hablar consigo mismo, más con su propio eco que con la realidad. Su oratoria, que alguna vez pretendió redimir, hoy solo exhibe narcisismo.

Los votantes defraudados que alguna vez vimos en él una posibilidad distinta hoy sentimos vergüenza, tedio y rabia. La izquierda que prometía humanidad y justicia se le descompone entre las manos, víctima del desgaste retórico. Una decepción que, además, se ve ensombrecida por casos como el de la UNGRD, apenas al inicio del Gobierno, entre otros.

No soy americanista, trumpista ni un genocida sionista; especialmente cuando se denomina narcotraficante al presidente de Colombia. En rigor, ya ni la derecha logra sostener un hilo de sensatez porque la proverbial fuerza que usan también es puro extravío, la otra cara del mismo delirio. Vivimos un mundo desorientado, donde las brújulas morales y políticas giran sin rumbo, y nadie parece recordar hacia dónde iba la humanidad. Y en medio de tanta confusión, los gobiernos olvidan una lección básica: el peor enemigo de cualquier Estado es dejar hablar sin filtro y con personalismos a su gobernante. Ninguna nación sobrevive cuando el tuit contra-institucional reemplaza los canales diplomáticos.

Y aquí la ironía: en su empeño por redimirnos de las élites oligarcas blanquitas,terminó actuando como uno de ellos. En su obsesión por no ser olvidado, logró lo contrario. Ahí está el núcleo del populismo contemporáneo: el líder que confunde su figura con la voluntad de millones y convierte la legitimidad electoral en devoción perpetua. Cuando sostiene que oponerse, censurarlo o amordazarlo es hacérselo a los millones que lo eligieron, incurre en la falacia de representación total: creer que el voto otorga un mandato absoluto y eterno. Abrogarse solo a los que lo votaron es una forma torpe de gobernar el país completo que no se reduce solo a su electorado. De ahí surge el populismo plebiscitario, ese vínculo imaginario y emocional con el pueblo que coloca al líder por encima de las instituciones y convierte toda crítica en perjurio.

El populismo y su alter ego: el absolutismo de un nuevo Rey Sol —ahora caribeño—. Otro Luis XIV insinuando «El Estado soy yo». Para blindar su poder, se declara víctima: no lo atacan a él —dice— sino al pueblo que encarna. Así, cuando afirma que «si me censuran, censuran a los millones que me eligieron», no habla en nombre del pueblo: lo usurpa. Y cuando propone una reforma constitucional en nombre de la voluntad popular, confunde y manipula al populacho.

Ese es el drama: el que se autoproclama «inolvidable» para todo el planeta y también «seductor con don comunicacional»… ya no representa a nadie. No hay Estado, solo temperamento; no hay gobierno, solo reflejo. Un monólogo repetitivo sostenido con saliva y resentimiento.

Tal vez el país no necesita otro redentor con lápiz, sino alguien que sepa borrar a tiempo. Porque cuando el poder se escribe con soberbia, las frases se vuelven fronteras y los tuits, trincheras. Sus últimos arrebatos verbales bastaron para enfriar la cooperación militar con Estados Unidos, después de amenazar con represalias arancelarias que no llegaron —por ahora—. Su fantasía de omnipotencia al cierre de la entrevista afirmando que hay que «cambiar a Trump», revelando total desconexión de la realidad geopolítica.

Plus 1: No existe registro alguno de que Hannah Arendt haya dicho, según él «Un Estado que no tenga a su campesinado levantando de su lado la bandera nacional, no logra construir una nación».

Plus 2: Reconozco en el presidente su voluntad reformista, pero su falta de gestión, un equipo deficiente y el malinchismo opositor convirtieron esas
reformas en quimeras.

• * Investigador en ciencias de la salud y observador de asuntos globales

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