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Opinión

Las Áreas de Protección para la Producción de Alimentos: cuando la buena intención tropieza con la Constitución.

29/10/2025
Por: Harold CardonaTrujillo. Profesor de la Facultad de Ciencias Sociales y Humanas de la UdeA.

«Nadie en su sano juicio negaría que Colombia tiene un problema serio con la producción de alimentos. Cuando el 25 % de nuestra población padece inseguridad alimentaria y los campesinos —que producen tres cuartas partes de lo que comemos— lo hacen en condiciones precarias, algo estamos haciendo mal. El Acto Legislativo que reconoció al campesinado como sujeto de especial protección constitucional fue un paso histórico. Pero de ahí a que el Ministerio de Agricultura pueda decretar qué se siembra y qué no en 250 000 hectáreas del Suroeste sin consultar realmente a los concejos municipales hay un trecho constitucional enorme». 

He seguido con atención el debate sobre las Áreas de Protección para la Producción de Alimentos —Appa— que sacudió al Suroeste antioqueño estos meses. Como docente e investigador me preocupa menos el ruido político que lo que realmente está en juego: el modelo de desarrollo territorial que queremos construir en Colombia. Y en ese camino, temo que estamos confundiendo proteger al campesinado con imponer, desde Bogotá, lo que cada municipio debe hacer con su tierra.

Nadie en su sano juicio negaría que Colombia tiene un problema serio con la producción de alimentos. Cuando el 25 % de nuestra población padece inseguridad alimentaria y los campesinos —que producen tres cuartas partes de lo que comemos— lo hacen en condiciones precarias, algo estamos haciendo mal. El Acto Legislativo que reconoció al campesinado como sujeto de especial protección constitucional fue un paso histórico. Pero de ahí a que el Ministerio de Agricultura pueda decretar qué se siembra y qué no en 250 000 hectáreas del Suroeste sin consultar realmente a los concejos municipales hay un trecho constitucional enorme.

El artículo 32 del Plan Nacional de Desarrollo que creó las Appa tiene un problema de nacimiento: es una ley ordinaria modificando la distribución de competencias entre la Nación y los territorios, algo que la Constitución exige se haga mediante ley orgánica. No es un tecnicismo jurídico para especialistas aburridos. Es la diferencia entre un Estado que coordina con sus territorios y uno que les impone. La Corte Constitucional ya tumbó en 2016 una norma similar que prohibía a alcaldes y gobernadores declarar zonas libres de minería, precisamente porque usurpaba competencias territoriales. Aquí el problema es el mismo con otra etiqueta.

Trabajo hace varios años en municipios rurales y aprendí algo básico: las mejores políticas públicas no son las que se diseñan en la capital con mapas y variables técnicas, sino las que se construyen conversando con quienes conocen cada metro cuadrado de su territorio. Cuando hablas con un caficultor de Concordia que lleva tres generaciones en su finca, o con una comerciante de Salgar que vive del turismo rural, o con un minero artesanal de Amagá que heredó el oficio de su abuelo, entiendes que el territorio es mucho más complejo que una zonificación ministerial.

Lo paradójico es que las Appa no resuelven el problema real. La FAO lo dice claro: en Colombia no nos falta comida, nos falta plata para comprarla y carreteras decentes para llevarla donde se necesita. Perdemos casi diez millones de toneladas de alimentos al año porque se pudren en el camino, porque no hay centros de acopio, porque las vías terciarias son un desastre. Mientras tanto, inventamos figuras jurídicas para prohibir actividades en el
campo cuando lo que necesitamos es invertir masivamente en infraestructura rural.

Uno. Brasil lleva veinte años con su Zoneamiento Agroecológico y no ha generado estos conflictos porque hizo tres cosas que nosotros no: primero, dialogó de verdad con estados y municipios antes de decretar nada; segundo, ofreció incentivos —crédito preferencial, seguro agrícola— en vez de solo prohibiciones; tercero, dio plazos largos de transición con acompañamiento técnico y financiero. No es ciencia espacial. Es respeto institucional.

Lo que me inquieta del caso antioqueño es cómo polariza comunidades enteras. Vi las imágenes del encuentro en Támesis: el gobernador abucheado por organizaciones campesinas que defienden las Appa como blindaje contra la minería, mientras otros sectores lo respaldan preocupados por sus actividades productivas. Familias divididas, vecinos enfrentados. Esa fractura social no se cierra con una resolución ministerial ni con una sentencia judicial. Se cierra construyendo consensos desde abajo, no imponiendo certezas desde arriba.

Entiendo y respeto profundamente a las comunidades del Cinturón Occidental Ambiental que llevan catorce años resistiendo proyectos mineros que amenazan su agua y su forma de vida. Su lucha es legítima y sus Mandatos Populares merecen ser escuchados. Pero también entiendo a los alcaldes que ven cómo les arrebatan la competencia constitucional de decidir sobre su propio territorio, o a los productores que temen que sus actividades económicas viables sean declaradas incompatibles por decreto.

La cuestión de fondo es si creemos en la descentralización o solo la toleramos cuando coincide con las preferencias del gobierno de turno. Colombia decidió en 1991 ser un Estado unitario pero descentralizado. Unitario en lo grande, descentralizado en lo específico. Las Appa, tal como están diseñadas, borran esa línea. Y cuando un ministerio puede decidir unilateralmente —sin participación vinculante de los territorios— qué se puede y qué no se puede hacer en cientos de miles de hectáreas, estamos regresando al centralismo que intentamos superar hace más de treinta años.

No estoy diciendo que no se deba proteger la producción de alimentos. Digo que hay que hacerlo bien: con ley orgánica que defina competencias claras, con participación real de municipios y departamentos, con incentivos positivos y no solo restricciones, con plazos razonables de transición, con respeto a derechos adquiridos, con inversión en lo que sabemos que funciona —infraestructura, comercialización, asistencia técnica—, y con evidencia empírica de que efectivamente mejorará la seguridad alimentaria en vez de generar conflictos jurídicos interminables. Brasil lo logró en veinte años sin tumbar su Constitución. México distribuye competencias territoriales con claridad legislativa. Chile debate su ley con foros regionales antes de aprobarla. ¿Por qué nosotros tenemos que escoger entre proteger al campesinado o respetar la autonomía territorial? Son objetivos compatibles si hay voluntad de construir política pública seria.

Dos. Mientras la Corte Constitucional decide, propongo algo simple: que nos sentemos a conversar. Gobierno nacional, gobernaciones, alcaldías, organizaciones campesinas, gremios productivos, academia. Que construyamos juntos un modelo que proteja efectivamente la producción de alimentos, respete la Constitución, fortalezca al campesinado con recursos reales, y no genere estas fracturas sociales. Es posible. Solo requiere que dejemos de imponer y empecemos a escuchar.

La seguridad alimentaria de Colombia no se decreta, ¡se construye!


Notas:

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