Pública o privada: lecciones cruzadas
Pública o privada: lecciones cruzadas
«El futuro de la universidad pública exige combinar reformas internas con aprendizajes del sector privado. En lo público, los cambios deben enfocarse en reformar la Ley 30 y sus decretos 86 y 87 para vincular el financiamiento a resultados verificables; mejorar la gobernanza con transparencia, planeación y métricas de impacto; y corregir el manejo del "overhead" para que la investigación y las comisiones generen retornos reales, evitando el desangre que la privada ya resolvió con modelos de costo y reciprocidad. Del sector privado se puede aprender a frenar la expansión territorial improductiva, concentrar recursos en un núcleo académico sólido, financiar proyectos con retorno y fortalecer la investigación aplicada, así como reducir la carga administrativa y adoptar estructuras con mayor músculo técnico».

La universidad pública colombiana vive una paradoja: crece en edificios, pero no en conocimiento. En las últimas décadas expandió sus sedes como si la calidad dependiera de los metros cuadrados. La Universidad de Antioquia, la del Valle y otras regionales multiplicaron su presencia territorial sin que ello se tradujera en productividad científica o pertinencia académica. Lo que debía ser descentralización y mayor cobertura terminó, en muchos casos, convertido en una carga presupuestal (1).
Según la Contraloría General (2), en promedio más del 40 % del gasto universitario público se destina a funcionamiento y administración, mientras que en universidades privadas de tamaño similar este rubro promedia menos del 20 % (1)(2). La estructura resultante destina más recursos a su aparato interno que a ciencia o innovación.
El contraste con las universidades privadas está en su modelo de crecimiento. Eafit, los Andes o la Javeriana consolidaron un núcleo urbano y expandieron cobertura mediante virtualización, tecnología e innovación, sin abrir nuevas sedes. Su crecimiento es académico, no geográfico: mientras las públicas piden más terreno, las privadas buscan mayor productividad con retorno.
La idea de que la Universidad de Antioquia sea víctima de su propio éxito es discutible: varias expansiones respondieron más a impulsos políticos y administrativos que a una planeación académica consensuada. Muchas decisiones se tomaron desde arriba, con participación principalmente formal de los representantes académicos, y motivadas por política pública, convenios territoriales o acuerdos de gestión. Aunque el CSU formaliza las decisiones, su origen suele estar en la rectoría o en pactos político-administrativos con actores externos.
El problema no es solo la propiedad pública, sino la ausencia de un modelo económico sostenible. Las universidades estatales dependen en más del 80 % de transferencias calculadas por los artículos 86 y 87 de la Ley 30, apenas ajustadas por inflación (3). La reforma que introduce el Ices reconoce que los costos reales de docencia e investigación crecen más rápido, pero aún impide reinvertir excedentes o crear fondos patrimoniales. Así, los recursos se diluyen antes de fortalecer laboratorios o investigación (4).
Las universidades privadas diversifican ingresos entre matrículas, consultorías, formación ejecutiva, licencias tecnológicas, filantropía y fondos de capital educativo, lo que les permite administrar recursos como inversión y no como gasto corriente. El Tecnológico de Monterrey financia parte de su investigación con patentes y spin-off (8), un modelo aún difícil de replicar en Colombia, donde pocas universidades públicas han logrado avances similares pese a contar con base normativa.
El Decreto 1279 reconoce que la productividad incluye no solo publicaciones, sino activos patentables o transferibles, pero los incentivos siguen centrados en artículos indexados. Así, se produce conocimiento que no siempre se traduce en valor público. Las universidades deben priorizar proyectos con retorno verificable —económico, tecnológico o social— y no aquellos que consumen recursos sin resultados transferibles.
En materia de remuneración persisten percepciones imprecisas. Aunque se cree que el profesor público gana menos, los datos muestran lo contrario. Un docente titular de tiempo completo en la Universidad Nacional percibe en promedio 11.4 millones de pesos mensuales, y en la de Antioquia, unos 10.5 millones (4). En la Universidad Distrital, según reportes de 2023, alrededor del 23 % de los docentes de carrera ganaban más de diez salarios mínimos, con algunos casos superiores a 40 millones mensuales (2)(4). Solo entre el 1 % y el 2 % alcanza esos niveles, usualmente por méritos, antigüedad y productividad.
Es importante aclarar que las mejoras salariales no causan la desfinanciación estructural de la universidad pública. El déficit proviene de la rigidez del modelo de transferencias de la Ley 30, la expansión territorial sin respaldo presupuestal y el crecimiento del gasto administrativo. En ambos sectores existen evaluaciones anuales de desempeño; la diferencia radica en cómo se vinculan sus resultados con incentivos y estabilidad.
El peso administrativo es otro punto crítico. En instituciones privadas como Eafit, entre el 65 % y el 72 % del gasto operativo se destina a actividades académicas o de investigación aplicada (9). En las públicas, menos del 40 % va a esos fines; el resto se concentra en costos de funcionamiento, burocracia y servicios de apoyo. Según el MEN (5), la relación promedio de personal administrativo por docente en el sistema público es de 1,8:1, cuando los estándares regionales recomiendan 1:1,5 (5)(6).
Por cada profesor hay casi dos empleados administrativos, lo que vuelve la estructura pesada y costosa. La proliferación de cargos de apoyo y dependencias intermedias no siempre aporta a docencia, investigación o extensión; y cuando la administración crece más rápido que la academia, la universidad termina gastando más en sostener su burocracia que en producir conocimiento.
A este peso estructural se suma un problema silencioso pero devastador: el mal manejo del «overhead» o gastos indirectos de una investigación que además no retorna valor en su mayoria. Muchos proyectos generan costos administrativos que nunca fortalecen infraestructura ni grupos, sino que se diluyen sin impacto. Peor aún, se envían profesores en comisión que regresan sin contactos, alianzas, convenios, donaciones, propiedad intelectual ni un solo socio estratégico. La universidad termina subsidiando una investigación sin retornos —ni financieros ni relacionales— y agrava su propia desfinanciación.
Frente a esto, no se trata de privatizar la universidad pública, sino de modernizarla aprendiendo también de las privadas. Instituciones como la Universidad de São Paulo o la Unam demuestran que autonomía y sostenibilidad son compatibles. La clave está en una gestión profesionalizada: juntas directivas con perfiles técnicos, auditorías externas de desempeño y mecanismos transparentes de rendición de cuentas.
La autonomía universitaria, en su sentido original, no implica independencia financiera del Estado —la vieja fórmula de redistribución—, sino libertad académica, ideológica, administrativa y normativa dentro del marco legal. Es un contrato social basado en la confianza: el Estado financia y la universidad responde con conocimiento y servicio público. Pero cuando esa autonomía se ejerce sin auditoría ni control, degenera en autarquía
y botín político. La libertad sin responsabilidad termina erosionando la legitimidad de lo público.
La gobernanza universitaria mezcla criterios académicos, políticos y gremiales. Sus consejos superiores y académicos, dominados por representantes internos, privilegian la representación política sobre la técnica y dificultan la planeación estratégica. Aunque algunas privadas de élite tienen mayor músculo técnico, esto no es generalizable. No se requiere privatizar la gestión, sino profesionalizarla.
El futuro de la universidad pública exige combinar reformas internas con aprendizajes del sector privado. En lo público, los cambios deben enfocarse en reformar la Ley 30 y sus decretos 86 y 87 para vincular el financiamiento a resultados verificables; mejorar la gobernanza con transparencia, planeación y métricas de impacto; y corregir el manejo del overhead para que la investigación y las comisiones generen retornos reales, evitando el desangre que la privada ya resolvió con modelos de costo y reciprocidad.
Del sector privado se puede aprender a frenar la expansión territorial improductiva, concentrar recursos en un núcleo académico sólido, financiar proyectos con retorno y fortalecer la investigación aplicada, así como reducir la carga administrativa y adoptar estructuras con mayor músculo técnico. Estas reformas no buscan privatizar la universidad pública, sino darle sostenibilidad: los recursos deben gestionarse como inversión social con retorno verificable, de modo que cada peso invertido en investigación o docencia genere valor público y no se diluya en estructuras que solo se sostienen a sí mismas.
La universidad pública, como un coco que recicla su propia agua, debe sostener su ciclo vital sin depender de la lluvia estatal: regenerar recursos, producir energía interna y mantener su raíz pública. El debate no es público o privado, sino eficiente o ineficiente. Reformar sin privatizar es posible: la autonomía requiere responsabilidad, y la libertad, control.
Referencias:
(1) ASCUN. Informe de eficiencia del gasto en educación superior en Colombia. Bogotá:
Asociación Colombiana de Universidades, 2023.
(2) Contraloría General de la República. Informe de seguimiento presupuestal a
universidades públicas. Bogotá: Contraloría General de la República, 2023.
(3) Decreto 1279 de 2002. Por el cual se establece el régimen salarial y prestacional de los
docentes de las universidades estatales. Ministerio de Educación Nacional, Bogotá, 2002.
(4) DANE. Educación Superior en Cifras. Edición 2024. Bogotá: Departamento
Administrativo Nacional de Estadística, 2024.
(5) Ministerio de Educación Nacional (MEN). Estadísticas del sistema de educación
superior. Bogotá: MEN, 2023.
(6) Observatorio de la Universidad Colombiana. Análisis comparado del gasto
universitario y productividad docente. Bogotá: Observatorio de la Universidad
Colombiana, 2024.
(7) Senado de la República. Proyecto de Reforma a la Ley 30 de 1992. Bogotá: Congreso
de la República, aprobado en segundo debate, 2024.
(8) Tecnológico de Monterrey. Informe de Sostenibilidad e Innovación Educativa.
Monterrey: Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey, 2023.
(9) EAFIT. Reporte de Gestión. Medellín: Universidad EAFIT, 2024.
• * Investigador en ciencias de la salud y observador de asuntos globales
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