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Opinión

La reforma del SGP: entre la deuda histórica y el precipicio fiscal

21/10/2025
Por: Harold CardonaTrujillo. Profesor de la Facultad de Ciencias Sociales y Humanas de la UdeA.

«El consenso político sobre la altura del edificio es irrelevante si los cimientos no aguantan. Colombia necesita descentralización, no hay duda. Pero también necesita solvencia fiscal para que esa descentralización sea más que una promesa incumplida. Resolver esta tensión exige más honestidad intelectual de ambos lados: los defensores del centralismo deben reconocer la deuda de 388 billones con las regiones, y los promotores de la descentralización deben aceptar que transferir recursos sin capacidad institucional ni claridad de competencias es condenar la reforma al fracaso. La pregunta no es si descentralizamos o no, sino cómo lo hacemos sin quebrar el país en el intento». 

Cuando el Congreso aprobó el Acto Legislativo 03 en diciembre de 2024, aumentando las transferencias del Sistema General de Participaciones del 23.8 % al 39.5 % de los ingresos corrientes de la Nación, se materializó uno de esos raros momentos donde el consenso político es absoluto pero el desacuerdo técnico también lo es. Gobernadores, alcaldes y prácticamente todas las bancadas celebraron. Economistas, exministros de Hacienda y centros de pensamiento advirtieron catástrofe. Ambos bandos tienen razón, y eso es precisamente lo que hace tan complejo este debate.

Empecemos por lo que nadie puede negar: Colombia tiene una deuda histórica con sus regiones. Entre 2002 y 2023, las contrarreformas constitucionales le quitaron a los territorios 388 billones de pesos que debieron recibir. Es decir, el equivalente al 24.7 % del PIB de 2023, o veinte reformas tributarias. Durante dos décadas, el recorte fue silencioso y sistemático, sin que se escuchara la indignación que hoy provocan los 60 billones anuales que costaría devolverles algo de autonomía a las regiones. El centralismo colombiano no es una percepción: mientras el gobierno central se queda con el 89 % del recaudo tributario total, las regiones sobreviven con apenas el 11 %. Las brechas territoriales son obscenas y el modelo centralista ha demostrado ser ineficiente.

Pero reconocer esta injusticia no hace desaparecer la realidad fiscal. Colombia tiene hoy un déficit del 7.1 % del PIB y una deuda del 61.7 %, peligrosamente cerca del límite constitucional del 71 %. Los gastos inflexibles consumen ya el 83 % del presupuesto. La reforma representa 60 billones adicionales anuales cuando esté en plena vigencia, más que el presupuesto completo de inversión nacional. Los cálculos de Fedesarrollo son demoledores: eliminar completamente la inversión del gobierno central no alcanzaría para financiar este aumento. Y surge el círculo vicioso que identificaron los veintisiete exministros: cada reforma tributaria para financiar el SGP generará automáticamente más gasto por el incremento en transferencias.

Entonces, ¿qué hacer cuando ambos diagnósticos son correctos? El problema fundamental no es el objetivo de la reforma, que es legítimo, sino el método. Se definieron primero los recursos y luego se prometió definir las competencias. Esta secuencia invertida es exactamente lo que cualquier estudiante de política pública identificaría como un error en un examen de pregrado. Como señaló José Antonio Ocampo con precisión, deberían haberse definido primero las competencias de cada nivel de gobierno y los costos asociados. En cambio, constitucionalizamos una cifra sin saber qué harán los territorios con ella.

Estamos en octubre de 2025 y el borrador de la Ley de Competencias, sin la cual la reforma no puede entrar en vigor, aún no ha sido radicado en el Congreso. Cuando uno revisa el texto que circula, las competencias departamentales son formulaciones vagas del tipo «definir proyectos estratégicos de impacto regional». La categorización municipal, esencial para asignar funciones según capacidades institucionales, se deja para desarrollo normativo posterior. El caso de la salud es revelador: el borrador amarra el noventa por ciento de los recursos adicionales obligatoriamente a Centros de Atención Primaria, usando el SGP para imponer un modelo específico sin debate legislativo real.

La evidencia de tres décadas tampoco permite optimismos fáciles. El SGP logró coberturas casi universales en educación y salud, pero los puntajes promedio de pruebas Saber-11 no mejoraron durante la década 2000-2011 en colegios públicos. El setenta por ciento de sedes educativas departamentales no tienen alcantarillado, el veinticinco por ciento carece de acueducto. La mortalidad materna aumentó en todos los departamentos durante los últimos diez años. Más recursos sin transformación del modelo de gestión simplemente replicará los problemas actuales a mayor escala.

¿Significa esto que la descentralización es inviable? No. Significa que estamos haciéndola mal otra vez. La experiencia internacional muestra tres condiciones para que funcione: claridad absoluta de competencias con consecuencias por incumplimiento, autonomía tributaria real para que los territorios generen ingresos propios y rindan cuentas a sus ciudadanos, y sistemas robustos de monitoreo que evalúen resultados en cierre de brechas, no solo ejecución presupuestaria. El borrador actual no cumple ninguna de estas tres condiciones.

La encrucijada es genuina: cumplir la promesa de descentralización o mantener la sostenibilidad fiscal. Pero esta es una falsa dicotomía producto de haber diseñado la reforma al revés. La descentralización sostenible requería comenzar por definir qué puede y debe hacer cada nivel de gobierno, calcular los costos reales, diseñar mecanismos de financiación gradual con corresponsabilidad fiscal y solo entonces constitucionalizar las metas.

El consenso político sobre la altura del edificio es irrelevante si los cimientos no aguantan. Colombia necesita descentralización, no hay duda. Pero también necesita solvencia fiscal para que esa descentralización sea más que una promesa incumplida. Resolver esta tensión exige más honestidad intelectual de ambos lados: los defensores del centralismo deben reconocer la deuda de 388 billones con las regiones, y los promotores de la descentralización deben aceptar que transferir recursos sin capacidad institucional ni claridad de competencias es condenar la reforma al fracaso. La pregunta no es si descentralizamos o no, sino cómo lo hacemos sin quebrar el país en el intento.


Notas:

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