¿Cómo tumbar a un gigante sin que lo note?
¿Cómo tumbar a un gigante sin que lo note?
«El gigante no siente el despojo porque el bisturí es fino, silencioso, eficaz. La fachada se mantiene, mientras por dentro se vacía. Y el público cree que todo sigue igual, que la Universidad es eterna, que nada puede quebrarla. Pero los gigantes también se desploman, y cuando caen arrastran consigo la memoria, la ciencia y el futuro de todos. La UdeA no es un edificio más en la ciudad. No es un trámite burocrático ni un adorno en el paisaje de Medellín. Es un laboratorio de ideas, una fábrica de ciencia de frontera, un taller donde nacieron las preguntas incómodas que el país evitó responder. Su historia está escrita con las manos de quienes se atrevieron a pensar, inventar y transformar realidades».
La pregunta se respira en los pasillos deteriorados de la Universidad de Antioquia. No es un golpe súbito, sino una caída lenta. La institución no se desploma de un día para otro; se va debilitando en silencio, mientras hacia afuera mantiene la sonrisa de la institucionalidad.
Treinta años desde que la Ley 30 fijó el modelo de financiación con su articulado. La fórmula ya era insuficiente entonces y, con el tiempo, la inercia la volvió intocable. Hoy, rectores —por fin— piden reforma, ministros instalan mesas técnicas, congresistas emiten comunicados, y nada cambia. Es la historia de una Universidad que quiere crecer con un presupuesto que la condena a la escasez permanente.
Mientras la norma caduca sigue intacta, dentro de la Universidad la situación es contradictoria. Se celebra la regionalización como logro político, aunque muchas sedes apenas pueden sostener servicios básicos. Se habla de inclusión, mientras la nómina administrativa crece con privilegios cuestionables. La austeridad se aplica justo donde más duele: en los laboratorios y en los profesores. El dinero, poco, se distribuye de manera deficiente.
La Universidad no muere, pero se dobla, se encorva, se acostumbra a la precariedad como un anciano que apenas avanza. Cada semana trae un recorte, deuda, otra construcción apresurada o gasto sin debate ¿Es eso administración o un vaciamiento lento, o un micro trauma repetitivo que enferma?
Lo más doloroso es que buena parte del deterioro no proviene de afuera, sino de adentro. Profesionales formados en la universidad pública, hoy en cargos decisorios, reproducen prácticas que la debilitan. Egresados, exestudiantes y antiguos militantes del discurso de lo público en oficinas climatizadas. La paradoja hiere más que la falta de recursos: ver cómo la institución que los formó se marchita bajo su propia gestión atravesada por dinámicas de poder. ¿Cómo, quienes se nutrieron de ella, se vuelven sus verdugos?
Y todo se hace con la sonrisa burocrática de los buenos modales. El gigante no siente el despojo porque el bisturí es fino, silencioso, eficaz. La fachada se mantiene, mientras por dentro se vacía. Y el público cree que todo sigue igual, que la Universidad es eterna, que nada puede quebrarla. Pero los gigantes también se desploman, y cuando caen arrastran consigo la memoria, la ciencia y el futuro de todos.
La UdeA no es un edificio más en la ciudad. No es un trámite burocrático ni un adorno en el paisaje de Medellín. Es un laboratorio de ideas, una fábrica de ciencia de frontera, un taller donde nacieron las preguntas incómodas que el país evitó responder. Su historia está escrita con las manos de quienes se atrevieron a pensar, inventar y transformar realidades.
No hablemos de teorías abstractas: hablemos de invenciones que hoy están en los estantes del mercado y en los consultorios. Patentes que fueron licenciadas, comercializadas y convertidas en productos que alivian problemas reales de salud pública. Activos que prueban capacidad inventiva y muestran que la UdeA puede competir en ciencia de frontera, con respuestas biotecnológicas a enfermedades que afectan la vida cotidiana de miles de personas. Como en la pandemia de covid-19, cuando la Universidad fue creativa en los primeros meses de la crisis.
Tiene grupos valiosos. Uno ha escarbado en los genes de familias condenadas al alzhéimer, siguiendo con lupa molecular cerebros que comienzan a apagarse temprano. Décadas de investigación, cohortes familiares rastreadas durante generaciones, publicaciones que recorren el mundo y que convirtieron un apellido local —«la mutación paisa»— en referente de la literatura científica internacional.
Qué decir de las enfermedades tropicales. Proyectos contra la leishmaniasis, el chagas y otros flagelos tropicales que los centros de poder global desprecian porque solo matan pobres. En la UdeA no hizo falta glamur europeo para hacer ciencia: bastaron terquedad, ética y la certeza de que la vida de un campesino infectado vale lo mismo que la de un ejecutivo en Nueva York. Esa obstinación mantiene a la Universidad en la conversación mundial sobre enfermedades olvidadas. ¿No debería un país blindar este tipo de conocimiento como si fuera oro?
Y podríamos seguir: vacunas en alianzas internacionales —dengue, chikungunya, fiebre amarilla, influenza, chagas, VIH y covid-19—, biotecnología ingenieril, telesalud que en la pandemia atendió a decenas de miles en los rincones más remotos de Antioquia. Ha estado ahí cuando nadie más llega, no por rentabilidad, sino por mandato social. Ha incubado pensadores, artistas, periodistas y líderes que nutrieron la médula del país. Ha resistido dictaduras, violencias, estigmas. Y sigue siendo, en su desorden vital, una de las pocas instituciones que puede decir: aquí seguimos.
Y sin embargo, la misma que dio al país patentes, teorías, líderes, curaciones y memoria científica hoy se empobrece como si no valiera nada. Como si fuera un trasto viejo que estorba. Como si su historia apenas contara como decorado incómodo para políticos que repiten «reforma» pero no mueven un dedo. Quizás imitando lo que el SUE ha hecho en más de un cuarto de siglo por las universidades públicas: nada.
El contraste es insoportable: ¿cómo puede una institución que produce ciencia de frontera discutir si alcanza para pagar nóminas, reparar un equipo o sostener un hospital universitario? ¿Cómo puede firmar primas y choferes de élite mientras la investigación que salva vidas se tambalea? El cinismo es tan grande que parece cálculo: dejar que la universidad se arrodille hasta que, en unos años, la privatización aparezca como única salida.
Ese sería el crimen perfecto: dejar que el gigante caiga por inanición, no por un ataque frontal. Arrodillarlo con noticias pequeñas pero sistemáticas, con recortes sucesivos, con decisiones regresivas que, sumadas, lo vacían. Y entonces, cuando ya no tenga huesos ni médula, ofrecer la solución redentora: abrir las puertas al capital privado, venderle el alma a quienes siempre quisieron mercantilizar el conocimiento, monetizar su agonía. La pregunta no es si la UdeA merece sobrevivir, sino cuánto tiempo le queda antes de que la estrategia taimada y silenciosa termine de quebrarle la columna.
Lo más insultante no es la falta de plata, ni siquiera la indolencia de gobiernos que han visto pasar treinta años sin mover una coma en la financiación. Lo que duele es la ausencia de liderazgo interno. La UdeA tuvo épocas de rectorías valientes, de debates duros, de voces que incomodaban al poder y defendían lo público con uñas y dientes. Hoy lo que queda son administradores grises, egresados que olvidaron la rebeldía en cuanto pisaron una oficina climatizada. Hombres y mujeres formados en la promesa de que la universidad pública era un bien sagrado, pero que ahora se acomodan al ritual de los privilegios y justifican lo injustificable.
Es una vergüenza ver cómo quienes se formaron aquí terminan debilitando la institución que los hizo. La enfermedad está incrustada en la médula, en escritorios donde se sirven cafés mientras se discuten recortes, en consejos superiores que simulan deliberar, pero consienten la amputación. Es un suicidio asistido, con todos aplaudiendo el buen morir.
Y uno no puede evitar sospechar que tanta torpeza es cálculo. Cuesta creer que durante tanto tiempo se acumulen deudas, gastos absurdos, regionalización sin respaldo y burocracias infladas sin lógica detrás. La hipótesis —incómoda pero difícil de descartar—: debilitar la institución, administrarla con negligencia, dejar que el tejido se pudra y luego, cuando el gigante esté en el suelo, abrir la puerta al capital privado. Presentar la privatización como única salida ante una quiebra que parece inducida.
Así se derrumba un gigante: con un goteo de tres décadas de malas noticias, pequeñas derrotas disfrazadas de gestión. El gigante camina encorvado hasta que un día no se levanta más. Luego, lágrimas hipócritas, lamentando su caída que durante décadas sostuvo ciencia, cultura y crítica. Vendrán discursos solemnes, se evocará su grandeza, pero será un homenaje hueco a un muerto ilustre.
Plus: …y los carroñeros se acercarán a alimentarse de lo que queda del festín.
• * Investigador en ciencias de la salud y observador de asuntos globales
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