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En pro de un voto calificado

17/09/2025
Por: Santiago Andrés Gómez Sánchez. Profesor de la Facultad de Comunicaciones y Filología de la UdeA.

«La nueva civilización no va a venir de unos métodos que además de ser anacrónicos —vivimos una demagogia mediática—, están también viciados —cooptados por un poder autárquico —no democrático— del capital— y hacen parte de la misma situación que pretenden cambiar. En ese sentido, decir que la corrupción y el narcotráfico tienen que dejar de ser satanizados, sería parte de los temas por poner sobre la mesa.Y es que, en su forma actual, corrupción y narcotráfico son solo parte del real problema: el capitalismo. Pero apenas el concebir esa posibilidad nos reclama ser autocríticos y dejar los individualismos. Por esto, aunque el voto calificado —casi una aristocracia intelectual— parece prohibitivo, es pertinente».

En proximidad de elecciones, conviene considerar la irritante coyuntura en que se darán.

Sin embargo, el sentido de ese mínimo vistazo nos exige evaluar primero la conveniencia de un régimen democrático en todas las situaciones. Pues bien, digamos que el elogio que hacía de la democracia un maestro de la lógica como Bertrand Russell —en su Historia de la filosofía occidental y otros textos—, en el sentido de que ella, por coherencia, constituiría la defensa inevitable de las garantías liberales y los derechos universales, no puede dejar de fundarse sobre el supuesto de un pueblo bien educado.

Así pues, esa postura, nos regresa a las reservas previas de los clásicos, quienes asumían a la democracia como lo que es: solo uno entre diversos modos de gobierno, todos los cuales, tal y como lo plantea Aristóteles (1988, p. 172) en La política —libro V—, serían relativos: dependerían de las condiciones en que se den. Es decir: cada sistema —monarquía, aristocracia y república—, gozaría de su posibilidad y de su desviación, la cual, para la república, sería la democracia (1279b, 5) —otros quieren leer: la demagogia—. 

Tanto para Platón como para Aristóteles, la democracia significaría un caos, y tal diagnóstico no solo es fácilmente comprobable: muchos demócratas a ultranza lo celebran hasta volverlo un argumento a favor. Por ejemplo, al final de La fiesta del Chivo (Vargas Llosa, 2004, p. 490), las cavilaciones retóricas del narrador señalan las dudas y la lacónica indiferencia de un político, el presidente Balaguer, como algo «tal vez» preferible a la convicción y la mano dura de cualquier dictador.

En efecto, el objetivo de visiones pragmáticas como esa de Vargas Llosa y otros pensadores liberales —y no olvidemos que el centrismo es el fundamentalismo de la democracia— será siempre escoger «el mal menor». Por eso, en La fiesta del Chivo la visión contemporánea de República Dominicana asume casi como un respiro el caos que sucede a la caída de Trujillo, pues ya hay «libertad». (Una libertad práctica, por supuesto, distinta a la que otras y otros diversos entre sí vemos como condición inherente a la vida).

Hoy, para la filosofía política, y recuperando el sentido más sutil de los escritos de Nicolás Maquiavelo (Arango, 2018, pp. 58-59), democracia es una palabra que tiene que ver más con una actitud de escucha de los gobiernos ante los gobernados, que con la práctica formal que conocemos con ese nombre. En ese sentido, la legitimidad del gobierno podría darse en una monarquía, mientras que, como lo observara el historiador José Luis Romero (2001), la democracia en América Latina ha sido cualquier cosa menos democracia.

Y es que, más allá de que la democracia sea más que unas elecciones, hay que recordar que hasta hace poco grandes sectores de la población, notablemente las mujeres y los indígenas, carecían de un estatuto político que los reconociera parte activa del pueblo. Esto nos ayudaría a entender que, si la democracia moderna se funda en la noción de pueblo ilustrado, un pueblo públicamente educado, no puede dejar de ser, 1) o bien una democracia excluyente, o bien 2) una democracia vulnerable frente a quien no haga parte de ese pueblo ilustrado.

El segundo caso es el que nos afecta. La coyuntura exige apremiantemente de un voto calificado. Veámoslo. En nuestros contextos convergen el caos mediático, una frivolidad dominante y unas urgencias económicas dentro de las cuales la problemática ambiental está engastada con ribetes de tragedia social anunciada. Por eso, la dimensión del cambio de paradigma necesario no puede dejarse al albur de ninguna «mano invisible» o liberal, sino bajo el rigor de una gobernanza mundial de sabias y sabios ecologistas.

Estas palabras suenan demasiado grandes para todas y todos. Sin embargo, deben comenzar a penetrar los debates. La nueva civilización no va a venir de unos métodos que además de ser anacrónicos —vivimos una demagogia mediática—, están también viciados —cooptados por un poder autárquico —no democrático— del capital— y hacen parte de la misma situación que pretenden cambiar. En ese sentido, decir que la corrupción y el narcotráfico tienen que dejar de ser satanizados, sería parte de los temas por poner sobre la mesa.

Y es que, en su forma actual, corrupción y narcotráfico son solo parte del real problema: el capitalismo. Pero apenas el concebir esa posibilidad nos reclama ser autocríticos y dejar los individualismos. Por esto, aunque el voto calificado —casi una aristocracia intelectual— parece prohibitivo, es pertinente. Claro, no hay un solo modo de educación válido, y la comunidad es pensante más allá de cualquier crédito burocrático. Pero la discusión no podría eludir el peso de la academia, el mayor acervo histórico y crítico de la sociedad.

Las elecciones implican una responsabilidad que el individualismo ha borrado de la mayoría.

Referencias
Arango, I. D. (2018). Actualidad de la filosofía política y otros ensayos. Editorial EAFIT; Instituto de Filosofía, Universidad de Antioquia.
Aristóteles (1988). La política. Gredos.
Romero, J. L. (2001). Situaciones e ideologías en América Latina. Universidad de Antioquia.
Vargas L., M. (2004). La fiesta del Chivo. Santillana – Punto de Lectura.

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Notas:

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